ONU Noticias/Laura Quinones El Parque Nacional Natural de la Laguna McBean se encuentra en Providencia, una isla colombiana de ocho kilómetros cuadrados situada en la costa norte de ese país.
La montañosa
isla colombiana de Providencia, que se encuentra a medio camino en la extensión
del mar Caribe entre Costa Rica y Jamaica, alberga asombrosos colores de mar,
exuberantes paisajes submarinos, extensos manglares e incluso el bosque seco
tropical.
La diversidad de
los ecosistemas marinos y las maravillas naturales que la rodean, entre las que
se incluye una de las mayores barreras de arrecifes de coral del mundo, que
sustenta una asombrosa variedad de vida marina, y el espectáculo que ofrecen
miles de cangrejos negros todos los años cuando descienden de las montañas para
desovar en el mar, han hecho que sea declarada parte de la Reserva de la Biosfera
Seaflower de la Organización de las Naciones Unidad para la Educación, la
Ciencia y la Cultura (UNESCO).
Sin embargo,
como todas las islas del mundo, los tesoros naturales únicos de Providencia están
muy amenazados por el cambio climático y la subida del nivel del mar,
amenazas que no son predicciones que se vislumbran en el horizonte, sino hechos
terribles que ya afectan a todas las facetas de su vida.
Sus 6000
habitantes nunca olvidarán la noche del 16 de noviembre, cuando Iota, el último
y más fuerte huracán de la temporada de tormentas del Atlántico de 2020
-considerado entonces de categoría 5*-, diezmó su querida tierra.
"Lo
que fue más impactante es el sonido. La gente dice que ese
huracán vino con el diablo porque el sonido era muy, muy raro y miedoso",
recuerda Marcela Cano, bióloga y residente desde hace mucho tiempo, que ha
hecho de la preservación de los tesoros ambientales de Providencia el trabajo
de su vida.
Resistir un huracán
Esa noche, pasó horas luchando
por sobrevivir a la tormenta.
Estaba en su casa durmiendo,
cuando alrededor de la medianoche, comenzó a escuchar ruidos extraños.
Resultaron ser ráfagas de viento de más de 250 kilómetros por hora que
atravesaban la isla.
Al poco tiempo se perdió la
electricidad y las comunicaciones.
"Yo vi que los bombillos
como que se habían subido. Entonces me di cuenta de que era que el techo se
había volado", recuerda ahora Cano, añadiendo que minutos después oyó dos
fuertes golpes en su habitación y vio que el agua caía por las paredes.
Su reacción inmediata fue salir
de la casa, una decisión que, mirando hacia atrás, fue definitivamente la
mejor, dice, porque no sólo el techo sino la mayoría de las paredes se
derrumbaron en la oscuridad bajo la fuerza de las fuertes lluvias y el viento.
"Yo me salí. El viento casi
no me dejó abrir la puerta. Inicialmente me hice apenas afuera de la casa, pero
me daba miedo que se cayeran las paredes, entonces llegué a la mula (carrito de
golf motorizado) y me senté ahí empapada".
Pasó más
de 10 horas sentada en su carrito de golf esperando que la pared de al lado y
un gran pino aguantaran.
"Me daba mucho miedo que se
cayera ese pino, entonces yo tenía una linternita y cada vez que venían las
ráfagas lo alumbraba"
Fue la noche más larga que
Providencia había vivido. E, incluso, después del amanecer, el huracán apenas
dejaba pasar la luz.
“Yo miraba el reloj y no pasaba
el tiempo. Yo solamente pensaba ‘Dios mío, Dios mío, por favor para ya es
suficiente. Fue algo eterno. Como a las 11:00 de la mañana ya aminoró, pero seguía
lloviendo un mundo”, recuerda.
Fue entonces, cuando vio que sus
vecinos le llamaban. Se armó de valor para subir la pequeña colina llena de
escombros hacia ellos y se dio cuenta de que su casa también se había perdido.
Pero para Marcela, la pérdida estaba
a punto de ser aún mayor y más dolorosa.