El convulso mes de abril ha desmostrado que la región se encuentra en un momento de crisis y transición, con una coyuntura económica complicada.
Un joven envuelto en llamas durante la protesta contra Nicolás Maduro del 3 de mayo de 2017. Ronaldo Schemidt
Entre el pasado 30 de marzo y el 2 de abril, América Latina generó un
vendaval de noticias que ocuparon el centro de atención no solo
regional, sino también mundial: la crisis institucional en Venezuela, los disturbios en Paraguay, la tragedia humanitaria en Colombia, la movilización liderada por uribismo en ese mismo país y, por último, la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Ecuador.
Aunque cada uno de estos hechos respondía a dinámicas propias de cada
nación, también es verdad que todos estos sucesos desnudaron muchas de
las asignaturas pendientes que arrastra la región y que se alzan como
sus principales retos a corto y medio plazo.
La crisis política y social en Venezuela
y sus secuelas refleja las grandes dificultades por las que atraviesan
los heterogéneos regímenes que tan de moda estuvieron hace una década,
los conocidos, acertadamente o no, como “socialismo del siglo XXI”.
Tanto los Gobiernos que más claramente se adecuan a esa definición como
sus aliados (el kirchnerismo argentino)
y los situados en la izquierda moderada (el hegemónico PT de Lula da
Silva, por ejemplo) han entrado en una etapa de reflujo y decadencia.
Desde 2015 la región ha dado sobradas pruebas de ello: ese año la oposición antichavista de la Mesa de Unidad Democrática
ganó la mayoría en la Asamblea venezolana y el kirchnerismo perdió las
presidenciales. En 2016 Evo Morales vio frustradas sus expectativas de
reelección al ser derrotado en un referéndum sobre la reforma
constitucional, mientras que Dilma Rousseff perdía la presidencia vía impeachment y el PT se hundía en los comicios locales sacudido por la corrupción.
En 2017, Nicolás Maduro intenta acabar
con las competencias de la Asamblea opositora mientras desata la
represión de las protestas en las calles. A la vez ha comprobado que se
encuentra aislado a escala regional: ya no existe aquel antiguo eje
chavista que cubría Latinoamérica. La victoria del correísta Lenín Moreno en Ecuador
parecería mostrar que “el socialismo del siglo XXI” resiste a esa
decadencia y que el reflujo se ha detenido. Sin embargo, el cómo se ha
producido ese triunfo arroja nuevos datos que confirman la marea baja:
el correísmo ha pasado de ganar en primera vuelta y por amplio margen en
2009 y 2013, a verse obligado a disputar una segunda vuelta e imponerse
por poco más de dos puntos a la alternativa anticorreísta encabezada
por Guillermo Lasso.
La crisis venezolana y la fuerte
polarización ecuatoriana son reflejo de unos países en los que las
hegemonías incontestables son una rara avis (sobrevive apenas
el orteguismo en Nicaragua) o se han acabado (recuérdese que en 2011
Cristina Kirchner se impuso en primera vuelta y lo hizo por 37 puntos de
diferencia). Ahora, en América Latina, la gobernabilidad es más
compleja, como evidencian los choques de poderes y las crisis
institucionales en Venezuela, pero también las tensiones entre el
Congreso fujimorista y la presidencia de Pedro Pablo Kuczynski en Perú, o
entre el Ejecutivo de Mauricio Macri y el fraccionado Legislativo
argentino.
Es más complejo gobernar América Latina
porque la situación económica ya no es de bonanza (como durante la
década dorada 2003-2013) y eso tiene un correlato social: aumento del
malestar, sobre todo entre unas clases medias más empoderadas y
movilizadas en pos de elevar sus condiciones de vida (infraestructuras
más modernas, mejor transporte, salud, educación, seguridad…). Los
Estados latinoamericanos, ineficaces e ineficientes y con menores
recursos, a duras penas pueden canalizar las presiones que reciben de
esas sociedades crecientemente mesocráticas.
Prueba palpable de esa
ineficacia e ineficiencia es lo ocurrido en Colombia (y desde comienzo
de año en Perú): el desastre humanitario provocado en Mocoa
deja en evidencia a unas Administraciones públicas, en este caso
municipales y provinciales, que se ven desbordadas por los asentamientos
ilegales que proliferan en los cauces de los ríos, y a un Estado
ausente, incapaz de poner en marcha políticas para prevenir, o al menos
aminorar, los efectos de las lluvias torrenciales.
EL PAIS
Rogelio Núñez Castellano es subdirector de Infolatam e Investigador del IELAT (Universidad de Alcalá).